Leo que a una mujer de 33 años la ha matado su ex pareja de 39 años a puñaladas en plena calle mientras los vecinos alertaban a la Policía e intentaban a gritos evitar la tragedia. Ha sido la primera víctima del año de España, en un pueblo cualquiera, quizá no tan distinto a ese en el que oíamos hace poco a un hombre de unos cuarentaypocos decirle a la esposa de su amigo que no se metiese en cosas de hombres. Que cerrase el pico y se dejase de comentar si su marido tenía que ir o no a casa a comer la comida que ella había hecho. Al fin y al cabo ésas, creí entender, eran cosas de “machos”.
Pero pese a todo eso, le intenté quitar hierro a la cosa: “El tono era de broma”, tranquilizaba yo a mi acompañante veinteañera, con la cara y el gorro desencajado por lo que estaba escuchando. “¿De broma? Que le está diciendo que lo que haga su marido es cosa de hombres y que no se meta”, replicaba ella. “¿Pero no te das cuenta de que ella se está riendo?”, mediaba yo. “Porque está avergonzada”, insistía ella.
¿Dónde están lo límites de la tolerancia? ¿Cuántas víctimas de la violencia machista podrían evitarse si fuesen socialmente inadmisibles muchas de las cosas que hoy nos pasan inadvertidas? ¿Por qué circula entre mi lista de chistes de humor negro uno de un viejo encarcelado tras haber asesinado a su mujer? ¿Cuánta culpa tenemos cada uno de nosotros de que sigan reproduciéndose los roles de hace siglos? ¿Por qué cada vez son más jóvenes las mujeres que mueren asesinadas por aquellos hombres que, se supone, las quisieron un día?
Anoche me divertí y me emocioné con la Shirley Valentine que una espléndida Verónica Forqué interpreta estos días en el Teatro Maravillas. Shirley, que vive en un barrio obrero de Liverpool, que es madre de dos hijos que ya no están en casa y que se casó enamorada hace mucho tiempo, comenta con la pared todas sus frustraciones mientras fríe dos huevos con patatas para su marido, a sabiendas de que se va a enfadar muchísimo porque esa noche debería cenar hamburguesa. Ella narra con ternura que se la dio a un perro que nunca había comido carne, para hacerlo feliz, la misma aspiración que tiene ella mientras, espumadera en mano, fantasea con la idea de irse de vacaciones a Grecia con su amiga la feminista divorciada (“Ya sabéis como son las feministas, como haya algo imposible, hay que hacerlo”, comenta). Y contra todo pronóstico lo hace y gracias a ello vuelve a sentirse guapa, alcanza la plenitud sexual, desmitifica los tequieros que durante años le profirió su marido (“Te quiero, esa frase deberían embotellarle y venderla porque lo cura todo”) y descubre, según llega a reconocer, «la vida».
“Es una obra que habla de la búsqueda de la felicidad”, contaba Verónica Forqué cuando se estrenó. Pero lo que realmente ocurre es que Shirley liga su felicidad irremediablemente a la del marido que, abandonado en una fría ciudad inglesa, viaja rumbo al Mediterráneo para devolverla a su hábitat. Como una vez le quiso, se ilusiona durante la espera con la posibilidad de que el mismo hombre a quien esperaba sin esperanza friendo huevos con patatas, el mismo que le gritó y se burló tantas veces de sus inquietudes pueda llegar a disfrutar del sol, del mar y de la plenitud que ella ha conquistado en su aventura liberadora.
Con el regusto de la envolvente interpretación de Forqué y una cazuela de huevos revueltos por delante, anoche no temí por Shirley Valentine. Hoy sí. Hoy me da miedo de lo que pueda pasarle cuando se baje el telón y el marido llegue a Grecia. Hoy no me quito de la cabeza que, aunque ella no lo mencionó mientras se imaginaba en el reencuentro, la última vez le tiró los huevos fritos con patatas a la cara.