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Hubo un tiempo…

Hubo un tiempo en el que Izquierda Unida permitía que los periodistas camparan a sus anchas en las reuniones de sus máximos órganos entre asambleas y que los periódicos se permitían ese lujo hoy inaccesible de que un redactor se pasara la tarde entera en esas sesiones eternas (izquierda reunida, la llamaban), asumido el riesgo de que a veces no había titular que llevarse a la boca. En ese tiempo el periodista iba a allí a pulsar el ambiente, a llenar su agenda de teléfonos y a descifrar alianzas en los cruces de miradas y en los corrillos del bar de la esquina, a la vuelta de la calle Teodosio.

Cuentan que en muchas de esas reuniones, allí en un rincón, se pasaba las horas calladita una joven recién salida de becaria que no quería que la localizasen los camaradas porque, según le había dicho su jefe, hablaban con más libertad cuando pensaban que no había prensa. Camino del sitio presidencial del cónclave, que estaba en un nivel superior al del resto de asistentes, avanzaba una mujer rubia con mil papeles desordenadas entre las manos, el bolso entreabierto y la sonrisa puesta. A algunos los abrazaba y besaba de forma sonora y a otros los desafiaba con su indiferencia. Desparramadas sus cosas en la mesa, solo ella rodeada de hombres, comenzaban a sucederse las palabras. A unos les apelaba cómplice y cálida desde la altura, a otros les escuchaba circunspecta, tomando notas y preparando la réplica que casi siempre introducía con una frase que hacía presagiar una ráfaga de disparos a dar: «Menganito, con todo el cariño…».

Desde el rincón a ras de suelo, la redactora en ciernes observaba entusiasmada aquellos debates intensos y apasionados. Horas de diatribas sobre las maldiciones bíblicas de la izquierda, sobre la relación del PCA con el resto de minorías, sobre los peligros de los aparatos y sobre las últimas notas del bolero en el que se había convertido la relación con el PSOE, marcada todavía a finales de los 90 por el trauma de la pinza de PP e IU en el bienio 1994-1996. Luego votaban a mano alzada y la observadora alcanzaba a comprender que los destinatarios del verbo cáustico de la señora rubia se expresaban en bloque y en sentido contrario que los que recibían la sonrisa cálida, por muy dispersos que estuvieran en la sala. Con el tiempo y alguna que otra conversación con los protagonistas de aquellas secuencias, logró hasta identificar por los gestos previos cómo iba a fluctuar el voto en la jornada.

Oteando la jugada orgánica desde la altura, la mujer rubia tenía localizada a la periodista en todo momento. Al final se acercaba a ella solícita, dispuesta a responder a todo y también a olfatear el sentido de la crónica del día siguiente e intentar salpimentarla a su gusto, como está escrito en cualquier manual de intoxicación política que se precie. Y luego la veía en el Parlamento y se paraba a saludarla un día y al día siguiente atendía a sus preguntas con absoluta diligencia y al otro se empeñaba en explicarle con un café lo de la liquidación de la financiación autonómica que había contado en la Comisión de Hacienda y al siguiente a desbrozar el Presupuesto de la Junta en la mesa de su despacho. Se cuestionaba muchas cosas en esa mesa de trabajo porque daba pocas por hecho en la tarea parlamentaria. Quizá por timidez, la periodista la molestaba por teléfono menos de lo que ella estaba siempre dispuesta a atender, incluso cuando en esa mañana se hubiese encontrado con un titular de los que no le gustaban, sobre todo los que ponían en evidencia las incoherencias en las que a veces caía en su organización para lograr los necesarios equilibrios internos.

Pero ese tiempo pasó hace muchos años. La comunista rubia libró una batalla interna que perdió por la mínima y que terminó por sacarla de la vida parlamentaria en el momento en el que más brillaba, después de haber defendido de verde en el Congreso el Estatuto de Autonomía en nombre de Andalucía y de haber sido la voz de la oposición firme, razonada y bien hablada en los plenos del Hospital de la Cinco Llagas. «Con todo el cariño, Sr. Chaves, usted…».

Pasó el tiempo también en el que los periódicos podían destinar a un redactor a empotrarse en el día a día de los partidos minoritarios. No había ni tiempo ni papel para explicar con la hondura suficiente la voladura del proyecto de la Izquierda Unida de 1986, la expulsión o abandono por descreimiento de las voces más abiertas e integradoras, la purga de críticos y el desarrollo de lo que con vocación trascendente alguien bautizó como la salida del Partido Comunista de la segunda clandestinidad a la que habían estado sometidas las siglas históricas con el nacimiento de IU, según la interpretación que hacían los impulsores de la gesta.

Cambió el terreno de juego, cambiaron los registros y por supuesto las relaciones. Una vez, fuera ya de la política la ex parlamentaria rubia y ajena ya a los líos de IU la periodista, ésta se atrevió vergonzosa a decirle algo que nunca había referido por pudor: «Desde que tengo derecho, siempre te he votado a ti y ahora no sé qué voy a hacer». Y ella se rió muchísimo. Luego le dio un achuchón y la miró con ternura, consciente como era de que la joven observadora había tumbado la barrera autoimpuesta durante años en el intento de ser lo más honesta posible en su profesión. Consciente también de que se inauguraba un tiempo nuevo entre ambas.

El mejor. El que marcó un punto de inflexión en mi vida con un pollo al horno de por medio en Palomares. El que me descubrió a una persona protectora y cariñosa, amante de su familia, de su legión de amigos de todas las edades, de sus alumnos, de sus animales, de la música americana y de la lectura. El tiempo en el que observé con admiración cómo se convertía en una articulista brillante y en el que recibí su sonrisa y su apoyo incondicional en forma de tuits escritos en la atalaya virtual desde la que sentía complacida que seguía vigilándome.

Porque hablaba de mí, Concha Caballero. Porque siempre hablaré de ti.

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