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Leon XIII, laboratorio de la crisis

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Sevilla. Número 1 de la calle León XIII. No queda rastro del cajero automático ni de la publicidad sobre los tipos de interés que durante años cautivaban a los viandantes, esos enormes carteles con el color corporativo albiceleste del banco inglés que ocupó el local en la España que se evaporó. Durante meses ha sido una fachada destartalada a la que llegaba por error algún cliente despistado. Tropezaba inevitablemente con la papelera, la única superviviente de aquel pasado no tan lejano. Ahí sigue hoy, destartalada pero ahí, debajo del enorme cartel de letras de palo que colgaron el pasado viernes sus nuevos inquilinos antes de coger el AVE para Madrid y empezar a poner negro sobre blanco sus prioridades políticas. Podemos ya tiene sede en Sevilla y está en el número 1 de León XIII.

Sobra decir que León XIII era el nombre de un Papa pero, para los sevillanos, es sobre todo el de una conocida calle que enlaza en sentido único la ronda que abraza el casco histórico con las barriadas más populosas del distrito Macarena. Allí donde empieza a morir el trazado de León XIII, cerca ya de la rotonda que reparte caminos hacia el Norte, por un lado, y abre la ciudad al río, por el otro, se escribió la historia más trágica de la vida contemperánea de la calle con el asesinato de la joven Marta del Castillo.

En esas jornadas horribles de la reconstrucción de los hechos, León XIII estuvo en todos los titulares y sus vecinos esquivaban como podían a las cámaras mientras compaginaban el estupor con su vida diaria. Las compras en la frutería, los recados en la tintorería y en la tienda de fotos, el repaso al escaparate de la joyería de toda la vida, al de los modernos complementos de la joyería nueva y a las muchas zapaterías que jalonaban la concurrida calzada de una arteria de barrio con vida y finanzas propias. Tanta que cada dos números había una entidad con sus cajeros abiertos de par en par y largas colas en todas las franjas horarias de apertura al público. Coincidiendo con aquel indeseado protagonismo de León XIII, antes de que nadie en la zona hubiese oído hablar de las hipotecas subprime, llegó a haber negocio a la vez para tres bancos (uno cántabro, otro vasco y el inglés) y siete sucursales de cajas de ahorros de las de entonces (cuatro andaluzas y dos foráneas), cada una con su logotipo, su color corporativo y sus fotos de familias sonrientes colgando detrás de las robustas cristaleras que trasladaban la idea de que los ahorros del vecindario estaban blindados frente a los amigos de lo ajeno.

Había clientes para todos, pero el banco inglés daba un punto de distinción a los suyos. Sus empleados, todos con acento de sevillanos de bien y con una afabilidad a prueba de impagos, hacían sentir a sus recién hipotecados como pertenecientes a un club de gente selecta, elegidos con su criterio superior de banco extranjero para beneficiarse de esas condiciones tan ventajosas que no podría encontrar en la acera de enfrente ni dos números más allá ni tres ni cuatro (así hasta diez entidades financieras en un trayecto de menos de un kilómetro).

La competencia era agresiva. Las hubo que entraron un día con cierto complejo de precaria recién contratada a informarse sobre los créditos y salieron dando gracias a todas las deidades de la City por volver a casa con una hipoteca colocada para los siguientes 30 años, un seguro de hogar calculado para bienes muebles propios de un palacete en Kensington y otra póliza de vida que era voluntaria salvo que, al no contratarla, se quisiera levantar la sospecha de los jefes territoriales y correr el riesgo de perder las idílicas condiciones crediticias. Cómo decir que no, pensó, con su pírrica nómina en mano, aquella tierna prehipotecada mientras a sus cándidos oídos llegaban aduladores comentarios sobre la brillante carrera de éxitos económicos que le quedaban por delante y en la que ellos, asesores financieros de su operación, confiaban ciegamente. Tanto que casi no miraron la nómina.

Años después, cuenta la hipotecada, una mañana se acercó a la sucursal a mirar si le habían ingresado la prestación por desempleo y se encontró con el único recibimiento de una papelera destartalada. El banco inglés había desalojado León XIII, mucho después, todo hay que decirlo, que el vasco y que las cajas fusionadas primero y vendidas después hubiesen dejado una presencia testimonial en la esquina más cercana a la ronda histórica. En la espesura del barrio no quedó ni un cajero y el nuevo paisaje urbano se cosmopolitizó por mor de los muchos establecimientos regentados por chinos, uno delante de otro, otro frente al uno, que se sonríen de acera a acera sin caer en la trampa de la rivalidad bancaria de antaño.

Se fue el joyero de siempre, emigró la joyera nueva, cerró la espléndida tienda de fotos y persisten muchas zapaterías pero solo hay un negocio que prospera de verdad en la calle desde que Lehman Brothers se hundió: el zapatero remendón. La crisis le ha permitido salir del lúgubre local donde inició su oficio y hoy trabaja en una esquina luminosa de amplios ventanales. En el escaparate donde  ayer colgaban zarcillos a 60 euros para ser la más guapa de la Feria, se amontonan ahora cientos de pares de zapatos sin suela, bolsos de piel desventrados y tacones pidiendo una tapa a gritos.

El zapatero prodigioso sonreía mientras acumulaba encargos a la hora en que la prensa volvía a León XIII a certificar que es allí, en el número 1 de la popular calle, en el edificio colonizado en tiempos de bonanza por el banco inglés, donde Podemos ha abierto su primera oficina en Sevilla. Allí, a pocos metros del negocio crecido en el caldo de la crisis, ha abierto su laboratorio político la única organización que capitaliza a día de hoy el descontento ciudadano y que desde este fin de semana se ha propuesto conquistar la «centralidad» en España. El centro de Sevilla le queda a unos 15 minutos.

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