Expliqué durante todo el día que vi a uno de ellos. Lo juré todas las veces que pude y como mis hermanos mayores no parecían lo suficientemente convencidos me vi obligada a echarle imaginación para hacer más creíble mi hallazgo: cada vez que reproducía la escena añadía algún detalle nuevo. Fue una madrugada del 5 de enero y hoy os juro que si juré que vi la silueta de uno de ellos es porque tenía tantas ganas de pillarles con las manos en la masa que terminé viéndoles durante aquella vigilia mágica. Como no sabía que era imposible lo conseguí. Recuerdo el recuerdo atesorado durante mucho tiempo de una barba frondosa y una corpulencia suficiente como para adivinarse en la oscuridad de mi cuarto. Lo demás, es cierto, me lo inventé.
Si las calles de los pueblos y ciudades se abarrotan durante las cabalgatas, por muy horteras que puedan llegar a ser las carrozas, es por el efecto contagio de la ilusión infantil, ese dulce torrente que hace relativo todo lo que les rodea en cuanto se despliegan, sin trampa ni cartón, miles de sonrisas limpias y crédulas. ¡Con qué fe y qué arrojo se abalanzó Carlota a ese señor gordo disfrazado de fieltro rojo! Fue a tiro hecho. Sin titubear: “Quiero una cocinita rosa y a Guille, que no sabe hablar, le traes algo de piratas”. No tuvo ningún miedo a ese desconocido absolutamente impostado. El entusiasmo nubló todos sus sentidos, su inteligencia despierta y su innata curiosidad que, sin la magia de por medio, le habría llevado con toda seguridad a tirarle de la barba de mentira.
¿Cuánto dura la inocencia? ¿A qué edad se acaban las verdades absolutas? Certezas como que el gatito dice Miau, el perrito dice Guau y la vaquita dice Mu. La primera vez que Paula, con dos años recién cumplidos, vio un rebaño de vacas quedó absolutamente fascinada. Cinco adultos tuvimos que llevarla en varios turnos a una pared de piedra para que ella vigilase los pesados movimientos de los animales en plena canícula. Absorta analizaba en silencio cada cambio de postura y, después de varias sesiones, me miró totalmente paralizada: “¡No dicen Mu! ¡No dicen Mu! ¿Por qué no dicen Mu?”. Fue la primera vez que vi la decepción en su rostro ante la evidencia de que una vaca no es lo que ella pensaba, un bicho repitiendo Mu una y otra vez hasta el infinito, tantas como nosotros le hicimos a ella respondernos qué hacen el gatito, el perrito y la vaquita.
Qué gran tarea tienen los padres de hoy para conseguir blindar las ilusiones de los niños, tan expuestos a tanta información que se mueve tan rápido. Y qué difícil debe de ser decidir cuándo llega el momento de empezar a desinflar esas pompas de jabón en las que afortunadamente crecen muchos de ellos para evitarles tal vez que terminen percibiendo como tremendas las que solo son pequeñas decepciones. Muchas veces he pensado en aquella mañana del 6 de enero porque fue la primera vez que me recuerdo empeñada en hacer creíble mi historia aderezándola convenientemente. Quizá si no hubiese recibido el jarro de agua fría del escepticismo de mis hermanos mayores nunca me habría empleado a fondo en la tarea de imaginar, esa herramienta tan útil para construir sueños que mantienen vivas nuestras ilusiones. Y de las ilusiones es de lo que se vive.