Archivo mensual: mayo 2013

A cazar moscas

Ya llegó. Para alivio de muchos, ya está aquí la que un periódico denominó ayer como “ley del máximo esfuerzo”, la reforma educativa del ministro Wert. Más allá de los pormenores de la norma, el regocijo de quienes la han recibido como agua de mayo tiene que ver con el mensaje que subyace de este titular de portada: esta España tiene que recibir un severo correctivo después de un tiempo en el que gafipastis, perroflautas y simpatizantes en general de la izquierda plural confundieron libertad con libertinaje. Se trata de una cosmovisión que puede resumirse en un simple “¡qué país, se les da el pie y se toman la mano!” y a partir de la cual se producen el resto de razonamientos en cascada: lo de abortar como si tal cosa y lo de hablar de la homosexualidad en las aulas tan ricamente, incluso en catalán. El único vicio corregido en estos años ominosos  y libertinos fue el del tabaco, pero solo por dárselas de modernos y estigmatizar el humo de los puros de toda la vida.

Dar por hecho que necesitamos que nos impongan el “máximo esfuerzo” implica que somos una sociedad en la que las cosas han pasado de castaño oscuro. Que nos dejaron elevar nuestras rentas para que consumiéramos, pero que hemos gastado más de lo que teníamos en nuestro afán de tener más de lo que nos corresponde.  Que nos dejaron suavizar la disciplina en la mesa, pero que hemos malentendido la relación paterno-filial y ahora las adolescentes van vestidas demasiado sexys, provocando a los tíos, ahora que suben las temperaturas. Que nos permitieron relajar las costumbres religiosas y montar un bodorrio en la Iglesia pese a faltar a misa los domingos, pero que nos hemos creído que todo el monte es orégano y que se pueden enseñar el Catecismo y el Corán como si la misma cosa fueran. Que hemos agotado la paciencia de quienes nos permitieron ser por encima de nuestras posibilidades. Hay que embridar. Llegó la hora de dar un puñetazo en la mesa, como los padres antiguos.

Los ciudadanos volvemos a ser menores de edad a los ojos de este legislador que, mientras invita a la jerarquía eclesiástica a mojar churros en el chocolate de todos, se cree sabedor de qué es lo mejor para el conjunto de la sociedad; para los negros y los  blancos, los altos y los bajos, los moros y los cristianos. Por eso se cree capaz de meterse en las creencias, en las camas y en los úteros de quien se tercie. No piensa en absoluto que seamos niños malos, no, solo está convencido de que hemos perdido el rumbo y nos hemos descarriado, como ocurre con los adolescentes en las crisis de crecimiento. Y ha pasado lo que tenía que pasar: papá se ha presentado en la fiesta, te ha quitado el porro de una mano, te ha retirado la otra del culo de la rubia pechugona y ha terminado por darte un buen guantazo delante del resto de la pandilla, para que sepan quién manda aquí. Y para casa. 

Ésa parece una secuencia de la serie ‘Verano Azul’, pero puede ilustrar la lógica con la que está funcionando la maquinaria legislativa del Estado. Una dinámica en la que quienes tienen la legítima capacidad para organizar la convivencia en común entienden que pueden hacerlo sin mirarnos a la cara y advertir que tenemos rostros distintos, sin darnos explicaciones ni escuchar los matices de lo que estamos diciendo ni considerarnos capacitados para elegir la indumentaria ahora que suben las temperaturas o el menú del almuerzo. Y, ay, que ya no son lentejas lo que meten con cucharón hasta el atragantamiento, que el ministro de la cosa alimentaria ya ha bendecido la ración de insectos que recomienda la FAO para erradicar el hambre.

No nos vayamos a confundir. Nuestras autoridades competentes adoptan una actitud paternalista que nada tiene que ver con las nuevas corrientes de la crianza natural, ésa que aconseja no reñirle a los hijos de una aunque le estén partiendo las piernas a patadas a los hijos de otra y que considera la lactancia como la piedra angular de la salud y felicidad de los nuevos humanos. Nada que ver. Al nuevo ciudadano se le lee la cartilla a poco que se desmarque y se le priva de la leche materna sin contemplaciones. ¡Fuera la teta del Estado!, chillan en las pseudotertulias por la noche unos señores que, paradójicamente, son los mismos que ven bien que el Estado se meta en la intimidad más íntima de los administrados y hasta reglamente cuánta teta pueden enseñar las administradas, ahora que suben las temperaturas. Vaya por delante, las cosas como son, la hombría de todos. ¿O acaso creéis que la mayoría de esas cabezas privilegiadas no empezarían a balbucear sin sentido, con los casi ojos vueltos, ante una delantera mítica de ésas a las que le cantaba anoche Quique González en los polígonos de Sevilla?

Músicas y teorías aparte, lo cierto es que promulgan la implantación de un Estado moralizante y castigador que más que padre termina siendo la madrastra frívola de la teleserie de bajo coste. Ésa que te alecciona sobre el bien y el mal, que te obliga a fregar el suelo de rodillas, a hacer el máximo esfuerzo, a pagar impuestos y a encadenar padrenuestros para sacar buenas notas mientras que se desentiende de ti cuando lo necesitas para comprar la fregona con la que hacer mejor tu trabajo, ir al médico o cualificarte para aportar más cosas a una sociedad mejor en la que, sin ir más lejos, la ciencia avance en la clonación de células para salvar vidas.

Quizá necesitamos el “máximo esfuerzo” regulado por ley porque, muchos que se autodefinen como liberales, entienden que, dejada a su libre albedrío, la ciudadanía no rinde igual y resulta hasta peligrosa. ¿En serio que prefieren una sociedad educada recitando tablas de multiplicar y ríos y montañas y oraciones y sainetes de los hermanos Álvarez Quintero? ¿De verdad que hay quien echa de menos la pedagogía del palmetazo en la mano? ¿Por qué se resisten a fomentar la mentalidad abierta y el librepensamiento en las aulas? Quizá nos quieran al margen de todo lo que pasa, indolentes, acríticos, apáticos y cazando moscas. Llegada la necesidad, hasta nos las podemos comer. Son la mar de nutritivas.

 

 

 

 

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